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Cuentos cortos


UN SILENCIO DE CORCHEA
  
Cuelga el timón sobre el humo del hogar.
[Hesíodo, Los Trabajos y los días]

En un compás del Adagio y Rondó Concertante en Fa Mayor de Schubert hay un silencio de corchea donde, durante cientos de años, estuvo escondida y al acecho un arma asesina ante la cual, en un encuentro que pareció calculado como si se tratase de una cita, encontró la muerte una forma viviente de este contradictorio planeta que compartimos, entre otros, con los demás animales y la música. Acaso actuó como cómplice del hecho aquel profesor de violín que nos recomendaba alzar el arco en los silencios, sin advertir que un arco olvidado por su cuerda y librado a su suerte puede perderse en otros planos de la trama invisible del universo y, desviado de su función, convertirse en un instrumento de la muerte. De no mediar estas desdichadas circunstancias, otra hubiera sido la suerte de aquella criatura cuya existencia interrumpí tempranamente con un golpe de arco asesino aquel lejano veintidós de noviembre que, debido a la fuerza de ese suceso, permanece como cristalizado en su almanaque y se resiste a desaparecer, como cualquier otro día de la infinita sucesión, en el pozo del tiempo.
El lugar del encuentro, o de la cita, se llama Chamical, quinientos habitantes en una aldea junto a una salina con tamaño de provincia. Calles de tierra polvorienta, un centenar de casas bajas, la estación de FF.CC. con trenes de carga que sólo llevan leña, y una pista de baile al aire libre junto a las vías alumbrada por tubos fluorescentes, donde los fines de semana actúan unos Cuartetos que vienen desde Córdoba, piano, violín, batería y bajo eléctrico, y la gente que baila bajo los tubos de neón mal conectados que titilan en medio del desierto.
Esta historia debería comenzar diciendo que llegamos a Chamical aquel veintidós de noviembre de mil ochocientos setenta y tantos, para que la relación entre tiempo y lugar fuese más acorde; pero el hecho sucede un siglo después, en los últimos tramos del milenio, sólo que en Chamical el tiempo transcurre con más lentitud debido a notorias influencias del olvido.
Santa Cecilia o sea Día de la Música, ¿otra vez ustedes por aquí? dice de mal modo el Intendente Municipal secándose el sudor de la frente, y nosotros sí, claro, nos manda la Directora de Cultura, y él a nosotros ¿otra vez esa gorda?, el año pasado vinieron para esta misma fecha, ¿no? y mientras esto dice, con mirada oblicua nos muestra sólo la parte blanca de sus ojos, a todas luces un reproche. Sí, es cierto, pero recuerde que no pudimos actuar por desperfectos técnicos, lo dijeron por los altavoces para que la gente no se vistiera inútilmente, recuerde que no había luz eléctrica en la pista y era imposible leer las partituras al resplandor de la luna. Está bien, concede el hombre desconectando la agresividad de sus ojos, está bien porque ustedes no tienen la culpa si los mandan, ahora mismo saldrá el carrito de la propaganda para avisar a los vecinos, pero traten de ser breves por favor, no toquen todo el programa, sólo una parte de la primera parte, tengan en cuenta que mañana se trabaja y la gente debe madrugar.
Tratando de olvidar, sin conseguirlo del todo, el hiriente “¿otra vez ustedes por aquí?”, le echamos una ojeada a la pista, al piano cuartetero bajo su toldo de zinc caliente, le quitamos el forro de lona descolorida que lo protege del polvo que traen los vientos y de insectos dañinos, corregimos su afinación con una llave que nunca se nos cae de las manos en nuestras giras.
En la comisaría, que huele a comida de presos, nos prestan un calabozo para cambiarnos de ropa y lavarnos un poco. Edith la pianista está preciosa con ese vestido todo escotado por la espalda, y nosotros, cumpliendo órdenes estrictas de la Gorda, nos anudamos la corbata como quien da otra vuelta de tuerca a ese bochorno de la siesta en el desierto salitroso.
Faltando tres horas para el concierto paseamos por las calles solitarias; la gente no se atreve a salir hasta la caída del sol (es hermoso verlo ponerse tan rojo en el horizonte blanco de las Grandes Salinas), no se atreve pero desde sus cuartos que huelen a albahaca escuchan adormilados la voz electrificada del carrito callejero, señor vecino no deje de asistir esta noche a la Pista Bazán, actúa el Cuarteto del Conservatorio con motivo del Día Universal de la Música, con los auspicios de la municipalidad. Sí, comenta Chicho / Violín, día universal, o sea que la cosa viene de Europa; pero allá es invierno y se puede tocar, y aquí cuarenta y ocho grados a la sombra, díganme qué instrumento puede aguantar la afinación en estas condiciones.
La ausencia de Europa, de donde él procede, se le compensa con la puesta de sol; madre mía dice, lo mismo que en el mar que atravesé cuando me vine, pero aquí se pone en las salinas. Suiza y Holanda caben juntas en ellas, que en escasos minutos se están tragando a esa bola cósmica y de fuego, mientras detrás del camioncito de la propaganda aparece un hermano gemelo que es regador, como cabelleras de cometas un chorro de agua a cada lado, y al cruzarse los chorros con el último sol en un ángulo preciso surge un pequeño arco iris; el gemelo pasa junto a nosotros sin mirarnos y para que no nos moje saltamos sobre el chorro y sobre el arco iris, Edith no lo hace a tiempo y la salpican, miren, ahí van los músicos, dice alguien por ahí, y por ser ésa nuestra condición y porque además lo dicen, somos músicos esa tarde del veintidós de noviembre que podría ser de mil setecientos y tantos, músicos en un instante preciso del tiempo y en un arrabal del mundo llamado Chamical, casi un milagro si uno desea verlo de ese modo. Porque si esto no fuera el Cono Sur y no estuviéramos en el final de este milenio, a estas horas estaríamos paseando por Salzburgo o Viena y nos codearíamos con Mozart nada menos, qué les pasa muchachos nos diría, qué es eso de Chamical y Cono Sur seguiría diciendo, y hay que entender sus palabras teniendo en cuenta lo que sería América para él en Viena y en su siglo, y que Chamical no existía cuando él nació, en 1756, y seguía no existiendo cuando se fue de Viena en 1791, o sea que para Mozart Chamical no fue ni siquiera una sombra, se trata de caprichos del tiempo y de la música. Los rectángulos de luz en las ventanas del pueblo y el canto de los grillos comienzan casi al mismo tiempo.
La oscuridad impide ver los nubarrones que vienen desde el Sur. Claro que va a cambiar el tiempo, dice el cello tocándose las articulaciones doloridas, y no acaba de decirlo cuando allá arriba se ve venir entre relámpagos un oleaje de nubes oscurísimas.
Las luces de los tubos de neón mal conectados zumban y titilan como haciendo señas mientras afinamos. El concierto puede acabar en un desbande si prospera la tormenta, dice Chicho / Violín. Ojalá, comenta el Celestino / Cello, hace cinco años que no llueve en este pueblo, y las cosechas ya se sabe, son más importantes que la música. Pero según las estadísticas, en lo que va del siglo nunca ha llovido aquí para Santa Cecilia. Edith nos suelta un la dudoso, la humedad y el calor están haciendo estragos en el piano.
Desde las mesas alrededor de la pista al aire libre la gente chasquea los dedos llamando al camarero, por favor una cerveza y dos de queso y mortadela. Y creyendo que vamos a tocar la misma música que los cuartetos cuarteteros, se acomodan el peinado y empiezan a mirar para todos lados en busca de pareja para el baile. Somos conscientes del equívoco, pero cualquier explicación nos pondría en ridículo, y acaso la gente, al enterarse de que vamos a tocar música de Schubert y que además no es bailable, salga ahí mismito en desbandada como si se hubiese desatado el aguacero.
Edith nos mira como diciéndonos que ha llegado el momento de empezar, y justo cuando alzamos los arcos para atacar se acerca un camarero con un gentilísimo ¿los señores van a tomar algo? Paga la casa una cerveza un whisky para templar los nervios.
Algo como una bola de miga de pan da contra el violonchelo, seguramente algún gracioso de los que nunca faltan, y enseguida otra, esta vez en la viola, y luego varias juntas contra la tapa del piano ¿el aguacero? desde allí resbalan y se pierden en su interior y cada vez son más tamborileando ¿o es granizo?, sobre los instrumentos y también contra chapas de zinc caliente, y justo cuando atacamos veo una de estas bolas haciendo equilibrio sobre mi arco y está viva tiene patas camina sobre el arco y son muchas todas vivas posadas en las partituras y también tienen alas cáscaras quitinosas y antenas como garfios.
Eran insectos brotados con la humedad y el calor, que viajaban desde los confines del desierto atraídos por las únicas luces de neón que había en muchos kilómetros cuadrados a la redonda. Hacia el final del adagio, ya habían acabado la ocupación del concierto, desviando su estricto sentido musical hacia unas connotaciones que ni siquiera presentíamos, atentos como estábamos a la ejecución, acaso ya inútil, de la obra. Estaban en todas partes y serían millones, contando los que permanecían en el aire a la espera de poder posarse. Tan juntos como granos de maíz. Del piano, pocas cosas quedaban visibles. Y en los atriles, parecían langostas devorando un maizal. En las partituras ya era casi imposible distinguir los signos. Y eran escalofrío pululante en la espalda desnuda de la pianista.
Menos mal que sabíamos la obra de memoria, porque si hubiéramos tenido que atenernos a la lectura, los valores rítmicos estaban alteradísimos, en razón de que había bichos instalados en las negras, con cuatro patas atravesadas en la plica de la figura, que a modo de corchetes las convertían en fusas, y así, claro, hubiera resultado cualquier cosa, a lo mejor por culpa de o gracias a los bichos acabábamos tocando música bailable cuartetera y la gente por fin nos aplaudía, porque era eso lo que estaban esperando desde temprano.
En los últimos compases del adagio yo tocaba por inercia, porque estaba medio hipnotizado, los ojos fijos no en la partitura sino en el arco que iba y venía sobre las cuerdas con su carga completa de bichos, de extremo a extremo de la baqueta, inmóviles uno al lado del otro dejándose llevar y traer por el violista, como salidos a pasear en coche, negros, feísimos, contrahechos, de alas caídas unos, de patas medio quebradas otros, moviendo nerviosamente las antenas.
En la pausa obligada, antes de atacar el rondó, en vez de repasar la afinación, alterada por la temperatura, intentamos espantar por lo menos a los que cubrían las partituras. Pasé el arco rasante sobre la mía, cayeron no sé cuántos cascarudos, pero en el acto fueron sustituidos por los que estaban esperando turno desde el aire, ansiosos de fundirse en esas luces que para ellos eran como una gran estrella polar en medio del desierto.
Edith volvió un poco la cabeza, mirándonos como siempre antes de iniciar el siguiente movimiento. En su espalda nada de lo que fuera su piel era visible, bajo aquella capa de quitina ansiosa. Parecía resignada, dispuesta a soportar la carga hasta el final del rondó. Cuando quiso orientar otra vez su cabeza hacia la partitura, ya se le había prendido en la oreja derecha ese insecto monstruoso que le arrancó aquel ay que todavía zumba en mis oídos, un ay que duró nos sé cuántos compases. Tan astuto y artero que ninguno de nosotros lo vio hasta que Chicho al oírla gritar intentó en un compás de espera pasarle el arco por la espalda y ella entonces gritó como quien canta: no, el de la oreja por favor. Y entonces mientras conteníamos la respiración lo vimos, esa cosa peluda y quitinosa llena de patas y de manchas, las tenazas mordiendo ese delicado órgano acústico de Edith. El bicho, aparte de su tamaño desmesurado (con las sequías prolongadas estas especies de los desiertos salineros duplican su tamaño por razones de subsistencia), tenía la fuerza y el peso suficiente para obligar a Edith a inclinar, mientras gritaba, la cabeza hacia la derecha. Yo estaba justo detrás de ella y esta posición no sólo me permitía ver con claridad lo que sucedía en la oreja de la pianista sino que era lo único que tenía ante los ojos. Un pergeño asimétrico, con siete patas por un lado y unas cinco por otro (ignoro si por naturaleza o accidente). Lo que pesaba realmente de él, aparte de su realidad física, era el significado de la situación que había creado con su insólita circunstancia. Porque ser un bicho y estar prendido de la oreja de una pianista durante un concierto y en el Día Universal de la Música lo colocaba finalmente, en cuanto a su necesariedad o verosimilitud, en un terreno muy resbaladizo donde quizás no pudiera sostenerse mucho tiempo.
Don Celestino, que solía tomarse la libertad de inventarse compases de espera, lo hizo esta vez justificadamente para intentar alcanzar la oreja de la pianista con la punta de su arco. Pero no llegaba. El arco del cello es relativamente corto y la posición del cellista no era la adecuada. Si alguien podía alcanzar la oreja cautiva era la viola. La tenía a menos de un arco de distancia.
Buscando impulsos y justificativos (detesto la violencia) para sacar a la pianista de esa circunstancia sin que por ello tuviera que alterar la ejecución salteando ni siquiera la más insignificante de las notas que debía ejecutar, deduje que la situación del bicho carecía de congruencia ontológica. Por esa razón no podría mantenerse mucho tiempo en el espacio conquistado, por propia convicción tendría que abandonar esa coyuntura. Pero claro, lo verdaderamente fuerte era su significado, su parafernalia, su intención terrorista (deduje) Y en ese campo, claro que conseguía cierta congruencia. Estaba prendido de la oreja, los garfios clavados hasta el fondo del lóbulo, intentando sugerir que antes de que acabara la obra de Schubert la pianista podía convertirse en algo así como su propiedad privada, su coto de caza. Bastó este razonamiento para que la palabra “parásito” relampaguease en mi mente ya proclive al crimen. Parásitos de las aves, me dije, los de Horacio Quiroga, ésos que habitan en los almohadones de plumas vampirizando novias inocentes, y que no es raro que abandonando su habitáculo natural conquisten lugares más propicios, como las orejas de las pianistas por ejemplo. En ese momento decidí matarlo.
En tanto el ay de Edith, por su persistencia, ya formaba parte de la obra y los chamicalenses empezaban a encontrarle cierta congruencia a nuestro concierto, aquella extraña música por lo menos tenía letra aunque constara de una sola palabra. Incluso a mí empezó a gustarme, parecía el ay lorqueano de Yerma, un ay, de Andalucía cuya modulación nos tentaba a un súbito abandono de Schubert para, guiados por un ay que ya era gaditano, entrar francamente en el flamenco y abordar un ritmo de soleares. Emitía su ay recorriendo con manos espasmódicas la extensión del teclado, mientras el hirsuto bicho succionaba intentando incorporarse a la naturaleza de la pianista. Matar. Una palabra que se dice fácil. Pero para mí, lector de T.S. Eliot, significaba atreverme a perturbar el universo. Toda vida forma parte de la trama invisible. Eliminar la de ese bicho acaso significase para mí entrar en una mecánica oculta cuyas consecuencias desconocía. Sin contar los remordimientos, claro.
Además, tanto Edith como el bicho, en esas circunstancias de violencia, eran naturaleza pura, y yo siempre le he temido a esa desnudez de la vida. Prefiero las formas inventadas que nos aíslan del volcán; la escritura, a la viva voz; las figuras musicales, a los sonidos; la imaginación, a la realidad. Uno se salvaba de los delirios de la naturaleza por las formas. Y tanto la pianista como el bicho estaban dando un vergonzoso espectáculo de naturaleza desnuda. Entrar allí para matar al bicho, saliendo de la partitura donde yo estaba instalado, era muy fuerte para mí. De todos modos, me dije, en el caso de ejecutar al bicho jamás lo haría saltándome un compás o alterando de cualquier manera la forma de la partitura. Cometería el crimen a espaldas de la música, valiéndome de las sombras de un silencio de corchea que tenía unas páginas adelante. Un silencio tan breve, que me obligaría a una máxima destreza con el arco. Quitárselo limpiamente, en el tiempo preciso que usan los atletas, para que, acabada la duración del silencio, el arco estuviese otra vez sobre la cuerda en el compás siguiente, como si no hubiese pasado nada. El de la oreja, por favor, clamaba en tanto la pianista incitándome a perder unos compases y a perderme con ellos vaya a saber en qué vericuetos de lo que la vida esconde sabiamente para que podamos tolerarla. Menos mal que la memoria táctil se ocupaba de tocar, casi automáticamente, mientras mi pobre cabeza, alterada por la acción que me esperaba dentro de aquel silencio de corchea, en millonésimas de segundo iba saltando de una cuestión a otra. La música debía su tremenda fuerza al hecho de ser naturaleza, no invención del hombre. Existió antes que él, y la amábamos porque era la piel que nos permitía acariciar el mundo; porque era una actitud de la naturaleza para que pudiéramos sentirla en el tacto, modelarla como arcilla, mezclarnos con ella millones y millones de veces y escuchar, en su pulso, el del universo, lejos de su ferocidad inevitable.
Pero los insectos eran también naturaleza, y a su modo, música. Había bichos corcheas y bichos calderón, bichos bemoles y también becuadros. Y estaban ahí por necesidades concretas, atraídos por la luz. Obligados por circunstancias naturales que tanto el público como los integrantes del cuarteto ignorábamos. El personaje Meursault de Camus en El extranjero mata al árabe porque siente calor, y Wakefield, en el relato de Hawthorne, entra en su casa tras veinte años de no querer hacerlo, sencillamente porque tiene frío. Incluso yo, intentando contar desde ahora esta historia que sucedió hace tiempo, lo hago porque descubro a lo lejos, como los bichos, esas luces lejanas de la memoria y me lanzo a ellas por necesidad impostergable.
La idea de que los insectos eran notas musicales perdidas se fijó en mi mente. Llegaban a destiempo, fatalmente colocados del lado de lo perecedero, sin ninguna posibilidad de integrarse con las formas. Por eso se posaban en las partituras, que eran sus verdaderas luces lejanas, ya enigmas definitivos para ellos, aspectos físicos bajo los cuales estaba oculto para siempre el bien perdido. La música, de la que por naturaleza alguna vez formaron parte, se había evadido hacia las formas; pero ellos, que poseían la memoria cósmica, conservaban ese lejano hecho como un riguroso presente, y ahora, gracias al pretexto de la luz de neón se reencontraban con sus antepasados. Y en este sentido, pensé, son igual que las mulas y los perros que aparecen por nuestros conciertos. Y sin embargo iba a matarlo, en el sitio preciso del silencio de corchea, ya visible al dar vuelta la página. A todo se llega en este mundo, para eso está hecho el tiempo, y entre las cosas que llegan fatalmente estaba ese silencio.
Estaba también el asunto del cuerpo del delito, o sea el ruido que haría el bicho al reventar. A modo de despedida, o de protesta, vaya uno a saberlo entre las incongruencias de este mundo. Es necesario decir, para los neófitos, que en los compases hay un tiempo fuerte y uno débil. Gracias a eso existe la música. Como la respiración o los latidos del corazón. El ruido del cuerpo del bicho, al estallar, debía coincidir con la parte fuerte del compás para que nada se alterara y la música siguiese cómo si tal cosa pese a la explosiva desaparición del susodicho. Si el golpe, en cambio, sucedía en la parte débil, se produciría un efecto no deseado por Franz Schubert.
El silencio de corchea se acercaba por mi derecha como un tren de alta velocidad, y ante su aproximación vertiginosa me preparé para levantar el arco, que a partir de ese momento entraba secretamente en la forma, actitud y función de los cuchillos. Para poder darle al insecto justo con la punta del arco tuve que retirarme un poco, correrme hacia atrás arrastrando la silla en busca del ángulo preciso. La muerte del bicho comenzó cuando encontré ese ángulo y me detuve a la espera de la llegada del silencio.
Mi víctima, con su acción, había abandonado la naturaleza en que se sustentaba para entrar en un terreno resbaladizo regido por convenciones que permiten creer que es absurdo tocar el piano con un bicho prendido en una oreja, como si el mundo no fuese, por contener la vida que contiene, el lugar de todo lo posible. Y él a eso no podía saberlo.
Yo no era consciente entonces de que mi víctima, que en cierto modo según deduzco ahora me había elegido para convertirme en su verdugo, obligándome a realizar aquella acción violenta me estaba sacando de mi tranquilo lugar en el cuarteto —que es como decir de mi lugar en el mundo— para arrastrarme hasta su violenta y casi diría repugnante circunstancia final. Inconsciente de todo eso, yo levantaba el arco, lo separaba de la cuerda como para siempre, y sin alterar en lo más mínimo la estructura de la música que ejecutábamos, escondido en ese silencio, perturbaba por un instante el equilibrio del planeta privándolo de una de sus criaturas.
El ruido que hizo al estallar, para la pianista significó liberación y para mí remordimiento y entrada en el dudoso y corruptible mundo de las acciones eminentemente volitivas que sumadas forman esa cosa aburrida y falsa que es la historia del mundo, o sea su memoria. Por errores de apreciación, la muerte de ese insecto no tiene la importancia que la historia atribuye a la muerte de Julio César por ejemplo. Pero son la misma cosa.
El ruido que Osvaldito (el bicho finalmente se merece un nombre) hizo al reventar tocado por mi arco, fue a contratiempo. En vez de sonar, como estaba previsto, en la parte fuerte del compás para que pasase inadvertido, lo hizo, por un fallo milimétrico mío, en la parte débil, alterando la partitura de Schubert, que al oírla desde su tranquilísimo retiro se dio la vuelta para dormir del otro lado, a salvo de estas molestas irrupciones.
Mientras recogía el arco, como quien limpia y guarda su puñal, devolviéndolo a la inocente cuerda, lo único que había en mi friísima mente antiecológica era un sentimiento de orgullo por mi hazaña, mientras la desgraciada criatura entraba en el seguramente intrincado proceso del olvido.
La muerte de ese bicho significó el fin de mi carrera musical. Los remordimientos me impidieron seguir tocando. Entonces decidí, según recomendaba Hesíodo por temor a la navegación y a los naufragios, colgar la viola y el timón, y ahora mismo estos recuerdos, sobre el tranquilo humo del hogar.

[7 de noviembre de 1989]






ARPEGGIONE


Y estaba también ese perro de Vinchina, un pueblo justo al lado de la cordillera, que sorprendió al maestro Fauré entrando tan campante cuando el concierto ya había comenzado y se sentó entre la tarima donde tocábamos y la primera fila de sillas, en ese espacio neutro que no es ni del público ni de los músicos sino del sonido, allí fue a posarse el señor tan seguro y orondo, sentado sobre las patas traseras y manteniendo estiradas las de adelante, cruzadas con puntillosa educación y las orejas como campanas atentísimas con sus pelos internos orientándose hacia violas y violines, pelos por cuyas puntas casi microscópicas entraban las corcheas o las fusas al interior de su cuerpo, que se henchía.
Digo que sorprendió al maestro porque en ese instante sus ojos estaban centrados en una frase musical hacia la derecha y final de la página, y el perro entró por su izquierda, de modo que el director, ante esa intrusión no carente de violencia zoológica, tuvo que desviar parte de su mirada hacia la aparición, sin abandonar la partitura, desviarla en un recorrido oblicuo donde los ojos iban dejando una alarmada estela blanca.
Albinoni era lo que tocábamos, me acuerdo, y gracias a que yo en ese momento leía en la parte alta de la página pude, siguiendo la estela y sin dejar de leer mis notas, ver entrar al perro por el centro de la sala y ocupar ese lugar reservado a las autoridades, donde la acústica acomoda sus orientes centrando lo más puro del sonido, según podía deducirse por el deleite palpable de los ojos del animal, los pelos que se le estremecían de gozo, los movimientos acompasados de su cola contra el suelo, las crispaciones de sus orejas según la altura de los sonidos, como esos aparatos reproductores de música con puntos rojos que se encienden y aumentan o disminuyen según la intensidad.
Hay que tener en cuenta que el maestro Fauré dirigía orquestas al otro lado del mar, que aquel día acababa de llegar a Buenos Aires desde Erevan o sea Armenia o sea el Asia, cuando tuvo que tomar el avión y salir para el norte casi sin poder desarmar las maletas, llegar a La Rioja unas pocas horas antes del concierto, y sin tiempo para un ensayo general, partir con nosotros en nuestro camión sinfónico y traqueteante hacia Vinchina, subir al escenario, levantar la batuta y ver con el rabillo del ojo que un perro vagabundo lleno de espinas y de abrojos entraba en la sala de conciertos, entraba en su vida, en su currículum, en sus recuerdos, entraba en sus composiciones futuras, donde su forma y su presencia se convertirían en sonidos, y que era eso lo que uno podía ver desde el atril en la estela dejada por la blancura de los ojos del maestro desviándose hacia la irrupción canina.
Interrupción para nosotros, que teníamos una idea rutinaria de los conciertos, pero no para la gente que bajando de la montaña asistía a ese tipo de funciones por primera vez, porque para ellos era novedad tanto la orquesta como el perro que la escuchaba. Y siendo ésta la primera idea que tenían de los conciertos, si hubieran podido seguir al maestro en sus giras por Europa seguramente le hubiesen preguntado por qué no había perros en los teatros de ciudades como París o Viena por ejemplo.
Viendo que las razones del perro eran puramente musicales, los ojos del maestro, borrando en su camino de regreso la estela que habían trazado, volvieron a la placidez de la partitura como si nada hubiese sucedido. Pero claro, no era así, el perro estaba allí, escuchando como cualquier persona. Escuchando más que las personas. El alcalde dijo que no nos afligiéramos, la cosa no tenía importancia y no volvería a suceder jamás de los jamases.
Pobrecito. Tiempo después aparecerían también mulas en nuestros conciertos, y a partir de entonces nuestro concepto de lo que se entiende por público se enriqueció notablemente.
Acabada la primera parte, todo el mundo salió al patio lindante para hacer pis entre los matorrales próximos y fumar su cigarrito, lo mismo que el perro, que orinó como cualquier persona culta y se entretuvo husmeando los corrillos como quien se entera de los comentarios.
Nosotros, encerrados en el aula contigua al escenario, comentábamos que había entrado por casualidad, y que si se quedó quieto todo el tiempo fue porque intuyó que si actuaba de otra manera lo sacarían a patadas. El hecho no volvería a repetirse, según comentó un clarinete amigo de la filosofía, no era un hecho causal sino casual, su irrupción en la sala tenía un significado simplemente anecdótico y era difícil que se repitiera. Seguramente ya andaría a campo traviesa, sacudiéndose el susto de la música.
Pero al iniciar la segunda parte él estaba allí, en el mismo sitio, sentadito, triangular, patas delanteras torcidas como dos paréntesis, ojos grandes como calderones, orejas en actitud de radar moviéndose nerviosas a la espera del resto del programa, qué acababa con una obra colorístico-didáctica de Benjamín Britten nada menos.
Mientras el resto del público se aburría, haciendo ruido al desenvolver los caramelos envueltos en celofán o comentando en voz baja cosas ajenas al concierto, Arpeggione, como lo bautizamos después en homenaje a Schubert, sentado sobre dos patas era el más atento de los oyentes, y no sólo porque tuviese más capacidad auditiva que sus colegas los humanos.
Seguramente había algo más, como explicó después el contrabajista, gran lector de Darwin: había llegado la hora en que otras especies también quieren erguirse como lo hicimos nosotros, y sólo cuando estos hechos se produzcan cabalmente habremos descubierto el sentido de nuestra naturaleza.
Opinión que aceptamos sin chistar, era apabullantemente categórico lo que decía, y el registro grave de su voz, idéntica a la de su instrumento, aumentaba su credibilidad. Además era tan inteligente, que resolvimos que en situaciones como ésta él pensara por todos, mientras nosotros, liberados de esa engorrosa función, ganábamos un espacio más para las alegrías de la música.
Volvimos otras veces, y antes de que el alcalde y el edil pudieran divisar en la llanura adyacente la presencia del camioncito filarmónico, el erguible melómano ya nos había olfateado y salido a nuestro encuentro, ya nos había hecho fiestas corriendo al lado del carromato entre los pedregales, ya había vuelto al pueblo y recorrido sus calles y golpeado sus puertas con alegres coletazos anunciando el próximo concierto, cuando nadie, ni siquiera el comisario, tenía idea de nuestra llegada, por estar estropeado el telégrafo.
Cada vez que volvimos, generalmente al comienzo de las estaciones del año, su aspecto había variado. Las orejas, a todas luces, se especializaban orientándose hacia un solo tipo de sonidos, los musicales; su cara, por influencias de la transformación del aparato auditivo, perdía ciertas curvas, iba tendiendo hacia una búsqueda pero no precisamente humana: se trataba de algo estrictamente perruno y muy hermoso. Al sentarse sobre las patas traseras, ahora ya no podía mantener bien apoyadas en el suelo las delanteras. Entre el piso y ellas había un espacio en aumento, la distancia inicial de un camino seguramente largo.
Fue después de estas evidencias que lo bautizamos con el nombre de la sonata de Schubert, cuyos compases iniciales tocaba siempre uno de nuestros cellos para calentar los dedos. Una melodía acaso demasiado fuerte para su corazón de perro, ya en el segundo compás lo colocaba al borde de las lágrimas.
La última vez que fuimos, unos vientos contrarios le impidieron presentir nuestra llegada. Estábamos ensayando en el aula de siempre, y él sin enterarse, perdido por esos montes o pastoreando cabras. El cello entreabrió la puerta que daba al patio y lo llamó con la sonata. Bastaron tres o cuatro compases, y ya estaba allí, traído por el viento, tiritando como si hiciera frío, y frágil como una gota de lluvia. Utilizando los sonidos como palabras, allí tuvimos una larga comunicación. Como si él fuera un extraterrestre, le pasamos como pudimos la información musical que consideramos necesaria. Él no pudo responder, claro, salvo unos temblores y ciertos brillos diferentes en sus ojos. Pero comprendió todo y guardó nuestra comunicación en la memoria de su especie, para días más venturosos.
Cuando una intervención militar de las tantas que hubo en la provincia borró nuestra orquesta de un plumazo, Arpeggione perdió toda posibilidad de alimentar su vocación. Dicen que trepaba a la cima de los cerros a ver si desde allí los vientos le traían alguna melodía, y que en el afán de captar músicas a la distancia se le deformaba el cuerpo y que las orejas se le desarrollaban desmesuradamente. Los pobladores empezaron a tenerle miedo, sobre todo cuando lo oían llorar, creyendo que lo hacía porque veía visiones, las almas de los muertos; sin darse cuenta de que el perro lloraba la ausencia de la música.
Al advertir que los vecinos, con la aprobación del alcalde, por miedo y superstición habían decidido eliminarlo, huyó hacia los montes y siguió deformándose en los lugares más solitarios del desierto. Dicen que en los últimos tiempos, oculto en los matorrales, era un monstruo auditivo, orejas desmesuradas y unos ojos donde brillaba una tristeza biológica fija. Un animal de música abandonado en ese silencio terrible de los Llanos riojanos, acosado por las víboras y husmeado por los pumas.
Al enterarnos de su situación, los músicos le enviamos al director del periódico local una carta donde opinábamos que hacer desaparecer una orquesta podía significar, en determinadas circunstancias, un atentado contra las leyes del Universo.
Pero no la publicaron. A causa del tiempo pasado ya nadie se acordaba de Arpeggione, y en consecuencia la carta carecía de sentido.

[17 de octubre de 1989]




PARA DOS PIANOS



Era la edad dorada, eran los tiempos heroicos del gobernador Herminio que los domingos inauguraba fábricas de luz en los pueblos oscuros, abrazaba a medio mundo y comía muchos cabritos todo al mismo tiempo, y por intermedio del Cholo Lanzilloto, un poeta que llegó a ministro, y de Carlos Cáceres, un pintor de Chilecito que era director de cultura y después se fue a París para siempre, nos permitió formar un cuarteto con piano, de modo que mientras él electrificaba la campaña nosotros la musicalizábamos.
A Irma y a mí nos acababa de nacer Ricardo y en la ciudad no había conservatorio, menos mal que en eso me llama Cáceres para decirme que hay que crearlo y también un cuarteto estable pero ya, y así se hace, de modo que el hijo vino con el conservatorio bajo el brazo.
Vivíamos en un caserón antiguo, Rivadavia casi esquina Sarmiento, con techos de zinc, tan caliente que de noche había que dejar la puerta de calle abierta para dejar correr el aire. Con el aire una noche entró uno de esos burros noctámbulos que recorren las calles husmeando en los tarros de la basura en busca de papeles alimenticios, y se comieron por lo menos siete de mis mejores cuentos de entonces, que nunca pude reconstruir y que seguramente andan todavía por ahí, en la memoria animal, corriendo vaya a saber qué suerte misteriosa.
Irma había dejado su piano en su casa de allá lejos en la pampa húmeda, un Krämer que le llegó de Europa por mar, embalado con maderas de abeto que eran un lujo en nuestro cono sur. Cuando se tocaba en él una canción de su tierra que dice “Oh Tannenbaum”, se acordaba de su Vaterland y crujía de emoción. Un piano tan bueno que hasta su embalaje era musical, madera de árbol de navidad europea, con nieve de verdad además de Stille nacht heilige nacht, es que el Krämer era música por donde se lo mirara. Prometieron enviárselo cuando algún pariente con camión viajara a nuestra apartada zona, pero los años pasaban y pasaban y el piano no venía. Le habíamos reservado un sitio especial en la casa, fuera del alcance de los burros intrusos. Estábamos tan seguros de que finalmente lo enviarían, y tan acostumbrados a su presencia virtual, que jamás pasábamos por el lugar que él de algún modo ocupaba, para no atropellarlo.
Krämer. Una palabra que recordaba el verso de Rilke, ése que hablaba de la musik der kräfte  música de las fuerzas. Su nombre rilkeano y su lejanía allá en la pampa húmeda le daban una tremenda fuerza. En casa mi violincito solitario, sonando sin acompañamiento, era una pura tristeza. Pero el día que llegara el Krämer mitológico (estaba estudiando La follía de Corelli para presentarme al concurso del “cuarteto estable pero ya” de Cáceres), bueno, acaso pudiera convertirme en el Zlatko Topolski de La Rioja. Topolski, nombre mágico, era el amo polaco del violín en Córdoba.
Todo iba encaminado para conseguirlo. La sonata de Corelli me salía bordada, los vecinos en la vereda se paraban para escucharme. Lo único que no me ayudaba era mi apellido. Moyano no cuadra con la profesión de violinista, a causa de la tradición judía que hay sobre el tema. En el mejor de los casos, se parece al del dueño de un bodegón, chicos, vayan a lo de don Moyano y traigan vino; y en el peor, a un cuchillero no precisamente borgeano o de ficción sino del temible barrio Güemes de Córdoba: tengan cuidado che, ahí viene el negro Moyano, y cuando anda “calzado” es medio peligroso.
Andar calzado significaba llevar una púa, y púa era uno de los nombres del cuchillo. Pero en mis tiempos de músico por los barrios de Córdoba yo tocaba mandolina y la única púa que calzaba era la del instrumento, púa que en buen romance es llamada plectro por don Fray Luis en su Oda a la vida retirada, de la que no teníamos ni la más remota noción en nuestra Córdoba maleva in illo tempore
Una noche tenebrosa en barrio Firpo, de ésas de vino y puñaladas de los tangos, yo había tenido que dejar de tocar para esquivar los botellazos, y cuando por fin todo parecía apaciguarse y el patrón me pedía que siguiera tocando para ayudar a restaurar la calma, dije “tráiganmela púa”, que los borrachos me habían hecho saltar de la mano. Al oír la palabra, dos de los malevos sacaron nuevamente sus cuchillos creyendo que yo quería atacarlos. Y lo único que me disponía a atacar era un vals peruano muy de moda.
Irma, que era dulcísima, una vez intentó recordar no sé qué melodía pulsando un teclado imaginario. Yo había conseguido vender en Inglaterra un cuento que se salvó de ser comido por los burros, y tenía no sé cuántas libras esterlinas. De modo que le dije sin pensarlo dos veces: mañana mismo nos vamos a Buenos Aires y compramos un piano.
Los buenos costaban un dineral, y estábamos juntando ladrillos para hacer la casa. Nos pasaron el dato de uno baratito en un cambalache para el lado del Once, y allí lo encontramos, pequeño y feo, en un rincón de la trastienda. Era piano por milagro, casi una espineta, y costaba treinta mil. O sea apenas unos mil ladrillos. El sonido no era malo, pero le faltaba fuerza. Y bueno, como instrumento provisional hasta que llegara el Krämer no estaba mal del todo. No tenía nombre por ningún lado. Lo bautizamos Pérez. Perecito.
Lo despacharon por ferrocarril, en pleno enero. Un riesgo, claro. Casi mil trescientos kilómetros encerrado en un vagón, con el traqueteo de los durmientes flojos y el calor del desierto; la posibilidad de que el arpa se oxidase en el cruce de las Grandes Salinas, donde caben juntas Suiza y Dinamarca; el peligro de rotura en las maniobras de enganche y desenganche de vagones.
Lo normal era que llegara en tres días, pero a ese tren le tocaron las primeras crecientes del verano, que como todos los años levantó tramos de vías en Cruz del Eje y hubo que esperar a que en otro tren llegaran vías y durmientes para hacer un desvío, de modo que el Pérez llegó varios días después de lo previsto, sin embalaje, envuelto en papel de estraza y unos cartones sucios atados con hilo sisal, un desastre, desafinado y con tres martillos flojos. Sobre la tapa del teclado, pegada con cintas, una llave de afinar. Al comprarlo no nos dijeron que no mantenía más de una semana la afinación, pero tuvieron la delicadeza de enviarnos una llave.
Ocupó el espacio reservado para el Krämer (sólo una parte, el Pérez era la mitad más pequeño), mejor dicho se lo prestamos, dada su condición de piano transitorio. Lo limpiamos por fuera y por dentro, donde encontramos dos cucarachas que por pertenecer a un piano eran buñuelescas. Después de comprobar el estado ruinoso de su arpa, agravado por el salitre de la travesía, las clavijas gastadas, las cuerdas deshilachadas, resolvimos afinarlo al principio con un la más bien bajo, parecido al de los tiempos de Verdi, de 432 vibraciones por segundo, acaso un poco menos, con lo que mi violín sonaba menos pero el Pérez parecía respirar mejor.
Lo inauguramos con La follía. Sonaba de maravilla. Parecía haber sido construido especialmente para esa pieza, con la que el pianito podía exhibir sin esfuerzo todos sus colores. Era como si se la supiera de memoria, como si la tocara solo, decía Irma, como si tuviera esa pieza guardada adentro, oculta entre las cuerdas. Porque bastaba apretar las teclas del primer acorde para que su viejo maderamen se estremeciese, desplegase las velas y navegara impulsado por todos los vientos.
En un mes de trabajo, la sonata de Corelli estaba metida en mis dedos, de la misma manera que el Perecito la tenía grabada en sus cuerdas becquerianas. Y una madrugada clara como la del Martín Fierro cuando cruzan la frontera, salimos calle Rivadavia abajo rumbo al conservatorio para presentarnos al concurso, nosotros muy nerviosos y Ricardo tan tranquilo dentro del vientre de su madre, a pocos días de su nacimiento.
El jurado, venido de Buenos Aires o sea casi de Europa, parecía terrible. No sé qué idea tendrían ellos de nosotros, los de tierra adentro, pero cuando dije que acompañado por mi mujer iba a tocar La follía, uno de ellos dijo “che, ¿pero no es muy difícil eso?”.
El piano del flamante conservatorio, un Gaveau de media cola, sonaba como dos Pérez juntos. Hay que ver lo que tuve que subir el la de mi violín. No parecía afinado en el 440 de todo el mundo sino en el 456, según últimas tendencias llegadas secretamente de Alemania. Menos mal que no teníamos que cantar, si no quedábamos afónicos. El que ganaba era mi violincito, que en vez de ser de serie y de carpintería barata parecía un violín de autor, de algún luthier de nombre rimbombante.
Y ganamos el concurso, claro, o sea el derecho a integrar el cuarteto Estable del conservatorio, de formación inmediata, y la Orquesta de Cámara del futuro; un horizonte musical increíble se levantaba esa mañana junto con el sol.
Carlos Cáceres lo había pensado como un Quatour á cordes (ya para entonces Carlos era medio franchute), pero como no se presentó ningún viola (no había una sola en veinte leguas a la redonda), llamamos a la pianista Edith Fernández, que era todo un lujo, y lo convertimos en un Klavier Quarttet, para el que no había casi nada original, salvo sendos cuartetos de Beethoven, Brahms, Mendelssohn, Mozart, y pare de contar. Primer violín Chicho Palmieri, segundo el susodicho, Celestino Palmieri al cello, y Edith, nimbada por la aureola de haber sido discípula, y buena, del maestro Scaramuzza y compañera de Martha Argerich, al Gaveau. El conjunto nos permitió entronizar, en una provincia secularmente marginada de la música, el cuarteto Opus 16 de Beethoven, que desparramamos por casi todos sus pueblitos. Y aunque nuestro cuarteto desapareció cuando los sucesos de 1976, y la obra fue olvidada, si escarbáramos un poco veríamos que se encuentra perfectamente resguardada para tiempos mejores, en el inconsciente musical colectivo.
Pero bueno, volviendo al asunto del Perecito, a quien, para ayudarle a superar su status medio precario llamábamos a veces Kleine Pérez, cada día parecía más patente que había que sustituirlo, porque ya no aguantaba ni siquiera el la de Verdi. Nosotros teníamos que progresar, hacer méritos, tocar cosas cada vez más difíciles, y él no daba para tanto, era de otra generación. Sonaba bien únicamente en La follía; en todo lo demás, un desastre.
Habíamos decidido deshacernos de él, fríamente, dejando a un lado cualquier tipo de sentimentalismo. Se trataba de un piano envejecido, y bueno, eso no tenía remedio. Venderlo si se podía, de lo contrario regalarlo, y se acabó. No queríamos que estuviese presente cuando se produjera la llegada gloriosa del Krämer; sería una situación muy desagradable para todos. Pese a la frialdad de la decisión, cuando lo oíamos sonar con sus medias voces (los pulmones no le daban para más) nos parecía que él sabía que íbamos a abandonarlo a su suerte; y que entonces se esmeraba más, tratando de mantener durante más de una semana su vacilante afinación; pero debido justamente a ese esfuerzo, se desafinaba todavía más; y para colmo de golpe, todas sus cuerdas al mismo tiempo; como atacado por un acceso de tos. Perecito quería quedarse a vivir para siempre con nosotros, pero ya no tenía salud.
El anuncio de venta aparecía una vez por semana en el periódico local. Siempre sin resultados. Y eso que no decía “vendo piano” sino “vendería”, con lo cual dábamos a entender que en última instancia hasta lo regalábamos. Y sólo por este hecho el Perecito permanecía entre nosotros.
Cada vez que en la esquina frenaba un camión creíamos oír que él corazón del pianito se ponía a latir asustadísimo creyendo que se trataba del Krämer que por fin llegaba. Situación que él temía y lo hacía temblar enteramente porque significaba su desaparición o su traslado a cualquier cementerio de pianos, que ni siquiera existen. Entonces su cadáver, como el de Paganini excomulgado por el Papa por tener pactos con el Diablo, ni siquiera podría dormir en tierra santa. Por eso tiritaba, y nosotros dos con él, cuando se oía el ruido de un camión que se detenía cerca de nuestra casa.
Como en el fondo no queríamos venderlo, empezamos a prestarlo. Unos días fuera de casa permitía que lo valoráramos un poco más, como sucede con las personas ausentes. Fue inútil afinarlo con el la 440 que la gente exigía: no aguantaba ni media hora esa afinación. Así que lo dejamos más o menos por donde él quiso, cerca, sin alcanzarlo, del 432 de Verdi. Pero ni siquiera eso aguantaba; a cada rato había que buscar la llave, que nunca estaba en su sitio, para llevarlo hasta la superficie.
Alterando, por su afinación defectuosa, las voces de los cantantes, arruinó algunos prestigios formados y acabó con varias carreras folclóricas bien iniciadas. Sopranos y tenores, sin percatarse de lo que sucedía, cantaban fuera de sus registros y no se podían explicar por qué la gente los abucheaba.
Su hazaña más notable en ese sentido fue el encuentro que tuvo con una cabra gorda y muy pintarrajeada de origen riojano, que acababa de venir de Europa llena de ínfulas extrañas. Ella volvía al terruño con aires de María Callas o de Rita Streich, pero en cuanto sus comprovincianos la oyeron cantar y midieron su vibrato la bautizaron Cabra para siempre.
Ella, que tenía noticias del Perecito, entró esa noche en el escenario luciendo en la cara sus tres capas de pintura y en cuanto divisó al Kleine Pérez dispuesto a acompañarla movió la cabeza y los rulos postizos negativamente, y salió por un lateral sin decir ni beeh. Algunos aplaudieron su gesto, dizque con aviesas intenciones. Con lo que nuestro Kleine se convirtió en el único piano que en vez de acompañar hizo callar a una cantante.
Una mañana tempranito, Barrera, un vendedor ambulante, se presenta en casa con la misma fuerza de un camión que se detiene en la esquina y nos dice:
—Ese piano suena mal porque ustedes nunca le han dado la importancia que merece. Lo tienen ahí como de lástima, a la espera de que les llegue el otro. Necesita de alguien que lo cuide en su vejez y le dé la importancia que más o menos se merece. Por qué no me lo venden?
Fue un poco duro ver cómo Barrera se lo llevaba. Nos liberamos de la posible tristeza de su despedida pensando que en pocos días más, según indicios ciertos, tendríamos al Krämer con nosotros.
Barrera ideó un carromato tirado por dos o más caballos, con piano incorporado, para alquilárselo a los serenateros. Con sus ruedas de automóvil, apenas hacía ruido al deslizarse. Tenía un toldo plegable, de aluminio, para casos de lluvia inesperada. Por su media voz y el desgaste de los martillos, que medio pegaban de costado como si en vez de golpear pellizcaran las cuerdas, parecía una guitarra barroca, y esto era su atractivo principal y base del negocio.
De la antigua forma del Perecito, lo único visible era el teclado. El resto estaba integrado al carromato formando parte de su carrocería, a tal punto que el piano era la carrocería misma, sólo que sonora. Ésta fue su primera degradación. Cuando decayeron las serenatas, su dueño lo alquilaba a los pequeños circos que se atrevían a llegar a nuestra apartada región, y ahí se lo veía entre fieras escleróticas y payasos aburridos, como una especie de atracción cómica. Pero la gente, que conocía su historia, al oírlo sonar en vez de reír lloraba.
Ya para entonces, de tan gastadas que estaban sus cuerdas, se decía que en vez de sonar hablaba. Los circos, cuando las crisis más o menos periódicas se hicieron permanentes, excluyeron a La Rioja de sus giras. Entonces Barrera puso en venta su invención, y el Perecito fue adquirido por un comerciante de la vecina localidad de Sanagasta, adonde se trasladó tirado por dos caballos a través de treinta kilómetros de pedregales que dejaron sus cuerdas en un estado consternante. Los folcloristas del lugar, que desconocían el uso de las teclas, lo consideraron pura percusión utilizándolo como bombo, golpeándolo por cualquier parte. Y él aguantaba porque estaba muy viejo y justamente por eso ya nada le dolía.
En cuanto dejó de ser novedad como instrumento, su nuevo dueño lo convirtió en una especie de bar o mostrador. La gente bebía apoyada en una barra que a la vez sonaba tocando piezas folclóricas de moda. Su madera reseca absorbía el vino que caía de las copas, y cuando se emborrachaba, en vez de las piezas de gusto general intentaba exponer el tema de La follía, que era su orgullo y su recuerdo de días mejores, pero esta música no gustaba a la gente y lo hacían callar.
Y bien, finalmente llegó el mes de marzo del 76 y pasó lo que pasó, tuvimos que hacernos cargo de que había que abandonar la ciudad y el país y poner proa hacia España si queríamos seguir viviendo, y cuando tras muchas horas de viaje se nos iba acabando la provincia, cerca de los límites con Córdoba, medio adormecidos por el silencio del desierto y por los años oscuros que empezaban, vimos cruzarse con nosotros un camión procedente de la pampa húmeda, y en su carrocería, con su embalaje de árbol de navidad europea, nada menos que el Krämer mitológico, que al no encontrar destinatario regresó sin pena ni gloria hacia un destino incierto.
Allí se convirtió, por falta de quién lo tocara alguna vez, en un objeto decorativo. Las teclas se le llenaron de sarro, el olvido se metió hasta lo más hondo de su estructura íntima de piano, y no tardó en atacarlo el más terrible de los virus: el Silencio. Sus dueños, aburridos de su presencia inútil, se lo cambiaron a un vecino por un televisor en color.
En esos pueblos de la pampa lluviosa es difícil luchar contra las manchas de la humedad en las paredes de las casas viejas. Los nuevos dueños del Krämer no lo canjearon para usarlo como instrumento musical (nadie sabía música en la casa) sino para disimular una gran mancha de humedad en la sala destinada a las visitas. Lo cubrieron con una enorme carpeta blanca llena de encajes, con su nombre bordado en hilos azules, salvo los dos puntitos de la letra a, hechos con hilos rojos.
Dicen que para unas navidades intentaron abrirlo, levantar la tapa del teclado, pero ésta estaba soldada firmemente con ciertas impurezas calcáreas de las teclas y el implacable moho del tiempo. Con lo que la carpeta blanca se convirtió en sudario.
De pronto en Madrid empezaron a pasar más años, y un día el cartero llega y me entrega un sobre grande y gordo, y al abrirlo vemos que se trata de una partitura, con una aclaración manuscrita apenas legible que nos dice algo así como “ésta es una zamba que hemos hecho para el Perecito”.
La letra de la pieza nos reveló el final de nuestro piano. Lo preparaban para que tocara música folclórica, pero él, tozudo, en medio de las piezas intercalaba acordes de Corelli, parece que le encantaban las citas. La gente, que desconocía el valor de las mismas; creía que eran errores. Él mientras tanto estaba tratando de darles lo mejor. Sus últimos dueños, oyendo tanto empecinamiento que no estaban dispuestos a tolerar, decidieron que había que tirarlo a la basura.
Dice la letra que, ya sin ruedas y casi sin teclas, mientras era transportado como leña para un asado, sus tablas, en el fondo del carro, empezaron a sonar intentando desarrollar torpemente el tema de La follía. Pero no pasaba de las tres o cuatro notas iniciales. Entonces las repetía, cada vez con menos sonido y mayor lentitud, hasta enmudecer por falta de cuerda, como sucede con las cajitas de música.

[2 de noviembre de 1989]




CIVILIZACIÓN Y BARBARIE


Sarmiento, escritor y político argentino del siglo XIX, queriendo salvar a su país de un destino hispanoamericano que preveía fatal, decidió poblar esas pampas desoladas llenándolas de alemanes y austríacos industriosos, franceses cartesianos e ingleses de sangre azul, desterrando de paso todo resabio árabe o hispano, elementos étnicos que él vinculaba con la barbarie. El hecho de que consiguiera exactamente lo contrario de lo que se proponía no se debe a su falta de capacidad o previsión sino a un grupo de españoles aguerridos y a la indudable congruencia de la Historia, que para entonces —y ahora mismo— no podía concebir una réplica de Europa allá en el desolado Cono Sur.
En sus tranquilas siestas provincianas veía, en sueños, puentes de Londres en cualquier río que bajase de la cordillera, teatros vieneses en cualquier guitarra, arcos de triunfo en todas las esquinas, y hasta unos indios trilingües vestidos a la inglesa que recitaban de corrido, gracias a la educación obligatoria, tanto la Ode to a Nightingale como Bateau Ivre o las estridencias germánicas de Walter von der Vogelweide.
Cuando lo eligieron presidente de la república, la idea de instalar una Europa en el Río de la Plata pasó de la potencia al acto. Entonces fletó un barco, que íntimamente veía como el May Flower sudamericano, viajó a esa Europa que en sueños lo visitaba desde niño, y llenó su arca de parejas de alemanes, suecos, holandeses y algún inglés de añadidura.
Felicísimo partió de regreso una madrugada clara, con esa preciosa carga que coincidía en todo con sus sueños. El capitán del barco, un marino argentino de origen prusiano, mientras pilotaba como el capitán pirata de Espronceda, disipaba ciertos temores del presidente diciéndole que pasarían muy lejos de las costas españolas, y también de las árabes, ya que las provisiones estaban perfectamente calculadas para un viaje largo y no sería necesario hacer escala en ningún puerto.
Pero, como sucede casi siempre en los relatos de navegación a vela, llegan los vientos caprichosos (verdaderos agentes del Destino), y la nao, perdida, navegando a palo seco y a ratos de bolina, arriba adonde puede, y esta vez es a Cádiz, en cuya bahía el capitán prusiano se ve obligado a pedir abrigo y pernoctar. Mientras lo hace (Sarmiento duerme), un grupo de andaluces famélicos, con mujeres e hijos, asociados para la aventura americana con unos italianos acaso más indigentes que ellos, y entre los que no faltan judíos, claro, miran codiciosos el barco del ilustre estadista.
Actuando como agentes de la Historia, que rechaza por principio la idea de una Europa sudamericana, esa noche, en un operativo comando, se dirigen hacia el barco aprovechando la falta de luna y el tranquilo ruido de las olas en la caleta. En el camino aparecen unos moros que les ofrecen cien dinares si les permiten sumarse a la aventura. Los demás aceptan.
Sarmiento entre sueños desde su camarote presidencial oye ruidos de cuerpos que caen al agua, y en estrictos términos borgeanos considera sueño la realidad de aquellos desdichados europeos nórdicos que adormecidos descienden a dormir al fondo de la bahía, mientras beduinos del desierto, andaluces de Jaén e italianos de la camorra ocupan sus puestos en el barco.
Cuando llega al puerto de Buenos Aires los polizones suben a cubierta y oteando hacia las pampas ven que indias e indios de toda índole los esperan ansiosos para iniciar diversas cruzas y aventuras étnicas / eróticas. Y abandonando alegremente el barco se echan en sus brazos.
El consternado capitán despierta al presidente y le muestra lo sucedido. Sarmiento contempla el desastre y soporta valientemente los gestos burlescos que desde las pampas le hacen las indias que se han apropiado de alemanes y judíos; luego, cuando ve que los indios más bárbaros toman posesión de las nórdicas más “buenas” —con el alegre consentimiento de ellas—, no puede más, se desespera, se le caen los pelos y queda calvo para siempre, y para expresar su descontento lo único que se le ocurre es fruncir el ceño y sacar el labio inferior hacia afuera, en un gesto que se le congela como las imágenes cinematográficas, con el que aparece en los cuadernos infantiles y en el frío del bronce de todas sus estatuas.

[30 de septiembre de 1989]

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